Son las siete y cuarto de una mañana cualquiera. Me despierto abro los ojos y me desperezo. Sigo arropado entre las sábanas, moradito como un lirio, mirando a mi alrededor.
Y sí, aquí están ellos. Esos pequeños objetos que me acompañan cada día, amigos fieles del camino y su incierto destino.
El marco de aquella foto con mi primo en el barco, las gafas de leer, el libro que dejé hace un par de semanas en la página treinta y tres; curioso, la misma edad que tenía Cristo cuando murió por mí; el caso es que se la debía y por eso, también muero yo cada día un poquito por Él.
Ellos son mi pequeño consuelo, mis testigos silenciosos en todo momento. Con ellos me confieso un poco cada noche. Lloran conmigo cuando lloro yo, se alegran de mís alegrías cuando me alegro yo y me ayudan a rezar esas pequeñas letanías cuando la cosa va mal; que yo como buen cristiano, no voy a misa cuando estoy cojo, pero voy a la taberna poquito a poco.
Tan solo ellos y yo; a mi lado, la otra cama, la que está casada con la mía, su mujer, no en vano llevan casi toda la vida juntas.¡Jamás se han sido infieles! y sobre la misma, la bolsa de viaje medio vacía y un puñado de recados por hacer.
Me levanto, salgo de la madriguera y después de mirarme en el espejo y refrescarme la mollera me preparo un buen café.
Frente a mi, ¡implacable!, la puerta de la calle. Toca otra vez abrirla de par en par; me espera la vida entera.
Ahí afuera están las alegres primaveras, los veranos con sus noches de estrellas, los cielos confusos del otoño y ese crudo invierno de escalofríos y tiriteras.
Entonces al mirar atrás, me doy cuenta de que todo me sobra, lo tengo todo y no tengo nada a la vez. Llevo la casa a cuestas y la vida por montera.
Ahora presiento que simplemente, en el fondo, tan solo soy un diminuto caracol tendido al sol; que lo que fué ya pasó y lo que tenga que ser, será.

Y el caso es que me siento cómodo ¿Tan solo salir de sol a sol después de llover?.
Dejaré los cuernos en casa y ¡ a vivir la vida Manuel!.